Udai Vel, la meretriz
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Udai Vel, la meretriz
Udai Vel, la Acacia dealbata.
Udai Vel, llamada mimosa por los pocos que han viajado al oriente y conocido su aroma inconfundible y sus extrañas propiedades. Al mínimo toque de sus hojas, éstas se contraen sobre el tallo como si se cerraran, ocultándose a las miradas y al roce.
Udai Vel, ese es mi nombre o al menos, aquél con el que me conocen en el mundo.
Udai Vel, esa soy yo, y esta es mi historia.
Mis primeros años fueron muy felices en un la pequeña granja de mis padres. Pero la guerra, la invasión, llegó en el nombre de dios, de un dios… ni siquiera estoy segura de cuál.
Mis padres fueron asesinados ante mis ojos. En cuanto a mí, aún una niña, rodeada de esos soldados… Callaré pues el recuerdo aún quema mi alma.
Entre los vapores del alcohol, aquellos degeneraos quedaron dormidos y yo pude huir, apenas viva, herida y rota como un animal salvaje liberado de su cepo.
Viajé escondiéndome en los bosques. ¿Pasaron días, horas? No puedo decirlo, pues éstas se me confundían en los árboles, todos iguales en interminable sucesión; en las piedras, todas haciéndome tropezar e hiriendo mis pies desnudos; en la tierra, llenando mis heridas con su humedad. El día fue seguido de la noche, la noche del día, y en la penumbra del bosque umbroso todo acabó confundiéndose.
Ya agotada, acabé llegando a lo más profundo del bosque, donde la luz entraba por entre la tupida arboleda, formando un encaje de luz, como un sueño mágico. En un pequeño claro cerca de un riachuelo, una casa humilde…
Fuí recogida por la que todos consideraban una bruja. En realidad, una mujer que había perdido a su familia, dedicada al estudio de las hierbas y sus efectos en la salud de los hombres.
Durante semanas me debatí entre la vida y la muerte, pero mi juventud y la sabiduría de la curandera, me permitió sobrevivir.
La vida siguió aprendiendo algunas de las artes de mi maestra, viviendo en el bosque entre las bestias más salvajes y alejada de los hombres.
Vagando un día por él, buscando algunas hierbas que mi maestra me pidió, encontré la cría de un cuervo, y se convirtió en mi mejor amigo… mi único amigo.
Mientras tanto, seguí creciendo. Mi maestra fue haciéndose mayor y se dio cuenta que debía encontrar mi futuro, conseguir oro para mantenernos. Mi juventud me auguraban poder conseguirlo fácilmente, pensó. Así que me llevó a la ciudad, a buscar mi destino…
Udai Vel, llamada mimosa por los pocos que han viajado al oriente y conocido su aroma inconfundible y sus extrañas propiedades. Al mínimo toque de sus hojas, éstas se contraen sobre el tallo como si se cerraran, ocultándose a las miradas y al roce.
Udai Vel, ese es mi nombre o al menos, aquél con el que me conocen en el mundo.
Udai Vel, esa soy yo, y esta es mi historia.
Mis primeros años fueron muy felices en un la pequeña granja de mis padres. Pero la guerra, la invasión, llegó en el nombre de dios, de un dios… ni siquiera estoy segura de cuál.
Mis padres fueron asesinados ante mis ojos. En cuanto a mí, aún una niña, rodeada de esos soldados… Callaré pues el recuerdo aún quema mi alma.
Entre los vapores del alcohol, aquellos degeneraos quedaron dormidos y yo pude huir, apenas viva, herida y rota como un animal salvaje liberado de su cepo.
Viajé escondiéndome en los bosques. ¿Pasaron días, horas? No puedo decirlo, pues éstas se me confundían en los árboles, todos iguales en interminable sucesión; en las piedras, todas haciéndome tropezar e hiriendo mis pies desnudos; en la tierra, llenando mis heridas con su humedad. El día fue seguido de la noche, la noche del día, y en la penumbra del bosque umbroso todo acabó confundiéndose.
Ya agotada, acabé llegando a lo más profundo del bosque, donde la luz entraba por entre la tupida arboleda, formando un encaje de luz, como un sueño mágico. En un pequeño claro cerca de un riachuelo, una casa humilde…
Fuí recogida por la que todos consideraban una bruja. En realidad, una mujer que había perdido a su familia, dedicada al estudio de las hierbas y sus efectos en la salud de los hombres.
Durante semanas me debatí entre la vida y la muerte, pero mi juventud y la sabiduría de la curandera, me permitió sobrevivir.
La vida siguió aprendiendo algunas de las artes de mi maestra, viviendo en el bosque entre las bestias más salvajes y alejada de los hombres.
Vagando un día por él, buscando algunas hierbas que mi maestra me pidió, encontré la cría de un cuervo, y se convirtió en mi mejor amigo… mi único amigo.
Mientras tanto, seguí creciendo. Mi maestra fue haciéndose mayor y se dio cuenta que debía encontrar mi futuro, conseguir oro para mantenernos. Mi juventud me auguraban poder conseguirlo fácilmente, pensó. Así que me llevó a la ciudad, a buscar mi destino…
Última edición por Eudora el 6/1/2010, 3:10 am, editado 2 veces
Eudora-
Libaciones : 5419
Se ubica : Los madriles...
Humor : Mutable, como buena géminis
De cómo el joven Niccolo Vilione acabó en galeras por ver lo que no debía (Autor: Viento)
(Las tropas del exarca, que deben embarcar, se retrasan. Son ya dos los días que la flota veneciana lleva anclada frente a Constantinopla. Mientras tanto en la galera Maggiora los galeotes matan el tiempo contándose historias. Historias de sus vidas, de las razones que les llevaron a estar atados a un remo y como no, de mujeres. Es el turno del joven Niccolo Vilione)
Vilione, Niccolo Vilione y como muchos de vosotros vengo de la ciudad de la laguna. Algunos me conocéis. Creeréis que estoy aquí por ladrón, yo lo dudo porque mi mano es lo suficientemente hábil y mis pies ligeros. Pienso que fue mala fortuna y... justo es reconocerlo, aunque vergonzoso también, la lujuria.
Al sur de la laguna, en Chioggia existe una majestuosa villa que se levantó en tiempos de Lucio Paulo y que fue reconstruida y remozada por su actual propietario, uno que se hace llamar Viento. Los que han pasado por allí, camino de Ravena, saben que los altos muros no ocultan del todo la magnífica construcción, los que hemos atravesado esos muros sabemos que hay más mármol que en el palacio de los Delfini, más columnas que en casa Bragadin y el huerto tiene más frutales y más exóticos que todos los Contarini juntos. Veo aquí familiares, aunque lejanos, de las casas de Trevisan, Gradmigo o Querini, no se me ofendan, pero en Venecia sólo hay palacetes en comparación.
El dueño, el tal Viento es un rico mercader de Trebisonda o Damasco, aunque si le quitamos sus ricas túnicas podría pasar por un italiano de Padua, a no ser por un detalle que referiré más adelante. El tipo comercia con los Querini, pero sin contrato de colleganza ni nada, les vende joyas que estos venden al Papa o al rey de la Francia. Bueno para los Querini, malo para los Delfini, ya sabéis. No preguntéis más al respecto porque os podéis llevar remando hasta que seáis abuelos. El caso es que yo tenía que robar esas joyas.
Viento sólo visitaba la villa una vez al año y no permanecía en ella más de un mes. Teniendo en cuenta que las joyas no eran vendidas de inmediato, el regateo podía durar dos semanas, el tiempo que disponía yo para robarlas era muy justo, pero por algo soy el mejor. Tracé un plan, que por tedioso y por secreto profesional omito, solamente os diré que tres arrobas de vino y una semana me costó averiguar como esquivar la vigilancia y donde estaban las joyas.
En la noche trepé ágil y silenciosamente por el árbol hasta la primera ventana de la segunda planta. Me disponía a abrir las maderas cuando un tintineo atrajo mi curiosidad. Provenía el rítmico sonido metálico de la habitación contigua. Aromas de sándalo, incienso y naranja. Proseguí por la rama para dar un vistazo. Tuve que agarrarme fuerte para no caerme. ¡Ohhh!, ¡allí estaba ella!, a escasos tres metros. Una mujer de pelo rojo y cuerpo mil veces tallado en los sueños de los hombres. La misma diosa Venus danzaba en aquella sala. En cueros, mejor dicho, vestida con una especie de pañuelo que anudaba a sus caderas. Cuyo paño hecho de pequeñas monedas de plata unidas con hilo de oro, bien poco ocultaban para mi deleite. Bailaba y se contoneaba como una culebra. Las llamas de la chimenea y de los velones de la estancia se reflejaban en mil destellos de su cintura. Sí, ¡las tetas al aire!, pero no vayáis a pensar que como las de la Franccesca, no, pechos firmes y puntiagudos, casi podía alargar la mano y tocarlos. Y ella se movía sinuosamente mostrando con descaro sus piernas torneadas y algo más. Pero yo no podía separar los ojos de su hipnótico ombligo, que iba y venia sobre su terso vientre, como barco en la marejada. Ah, sí amigos míos, si Sherezade bailó como aquella mujer, no había esperanza para el Bautista. Su pelo rojo y ondulante caía sobre su hombro izquierdo, sus ojos chispeantes parecían mirarme, pero era imposible, yo estaba oculto por el follaje del árbol. Ahí me di cuenta que había alguien más en la sala, al que en ese momento odié profundamente. A mi derecha, junto a la ventana, en una silla de brazos, sentado estaba el destinatario del baile.
Algo trataba de trepar por el árbol, miré hacia abajo, y vi dos carbones que me observaban, la noche era oscura pero el jadeo cansino me lo confirmó, allí al pie, erguido contra el árbol debía haber un perrazo enorme. Si no había ladrado ya, no ladraría, lo cual me permitió seguir mirando... Un ratito más, sólo un ratito.
El baile paró y la Venus pelirroja se acercó a donde estaba el otro con pasos de sigilosa fiera. Suavemente se subió a los brazos de la silla apartó su pañuelo de monedas dejando ver los otros labios para que el odiado los besara. El respaldo de la silla no me dejaba verlo bien, pero por los suspiros que ella lanzaba, él se debía estar aplicando bien. Estaba a un metro de mi, podía oler su esencia. No me pude aguantar más, así que me metí la mano por el calzón. en fin, ya sabéis, la ocasión la pintan calva, y total nadie se iba a dar cuenta, la floresta me protegía.
Ella bajó y le devolvió un largo beso en dicha sea la parte. Aquí casi resbalo pues tuve que empinarme algo para intentar ver. ¡P... respaldo de la silla!.
"¡Udai!" dijo él y la empujó bruscamente hacia atrás. Ella se llamaba Udai. Lo que yo creí brillantes adornos en las manos de aquella mujer eran metálicas zarpas. Me cortó el punto, pero pensé ¡ja!, se va a cargar al pavo, pero no hubo esa suerte. Ella lamió las gotitas de sangre de su zarpa con la mirada más lasciva que pueda imaginarse. Y le hizo una señal al otro para que la siguiera, le dio la espalda y levantándose el pañuelo le mostró unas gloriosas nalgas, y de pie se inclinó levemente apoyando las zarpas en una de las columnas retorcidas de la cama. Su sexo debía estar tan hinchado como mi corazón, mis propios latidos me atronaban la cabeza. El otro se levantó de la silla con el nastro en ristre. Y pardiez que no era italiano, que el Viento estaba armado con una gran verga judía. Se acercó a sus prietas nalgas acarició su vulva e introdujo con suavidad el nastro. Los gemidos y suspiros resonaban en mi cabeza y con cuidado me bajé el calzón, que yo pensaba darme gusto a mi manera. Aquello si que eran embestidas, y Udai que se agarraba a la columna de ébano, y las zarpas que horadaban la madera. Y el otro que venga a embestir, hasta que exhausto paró. Entonces fue ella la que, sin cambiar de postura, empezó a moverse y empujar. Y yo que no me podía contener y agitaba con más fruición mi instrumento, que perdida la vergüenza y el sentido de peligro quise acomodarme más. Cogí con la mano que me quedaba libre, algo, algo extraño y plumífero, el mismo diablo posado estaba en la rama sobre mi cabeza. Un graznido horripilante y un fuerte picotazo... Caí.
No recuerdo más de aquella noche. Más tarde desperté en las dependencias de los Delfini con unos calzones que no eran los míos, me amordazaron y me llevaron a la primera galera que vieron, que resultó ser La Maggiora. Mis sueños ahora tienen nombre, se llaman Udai. Eh!, Eh, no tan deprisa, más vale que guardéis fuerzas para los remos y por supuesto os aconsejo que no levantéis vuestros traseros del tablón.
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